A NOVEL BY YOUR TEACHER
A POST-CRIME NOVEL
Ficha del libro:
Autor: Diego A Nieto Marcó
Autor: Diego A Nieto Marcó
Título: A orillas del Bahana
Subtítulo: "¿Qué
harás ahora que has matado y están a punto de descubrirte?
Sinopsis:
¿Qué harás ahora que has matado tantas
veces y sabes que están a punto de descubrirte?
¿Serías capaz de huir; hasta el fin del
mundo si hiciera falta?
¿Y mezclarte con otros hombres y mujeres
que no son como tú: que hablan otro idioma, que tienen otras costumbres, que
creen en otros dioses, que matan?
Antonio Rey ha estado en ese trance. Y ha
decidido. Pero cada decisión lo lleva más adelante por un camino que jamás
había ni imaginado, porque en cada decisión que toma le va la vida.
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PRÓLOGO
La conducta del
hombre siempre será un enigma. Tradicionalmente se ha hablado de bondad y
maldad para intentar describirla; en estas últimas décadas, la etología ha
propuesto “altruismo” y “egoísmo”. Incluso alguna vez se dijo que el hombre
nacía bueno y la sociedad lo hacía malo; hoy, por el contrario, que el hombre
nace malo y la sociedad lo hace bueno.
La
primera pareja de términos, bondad-maldad, no puede evitar la subjetividad en
el juicio de una acción teniendo en cuenta una idea preconcebida y externa al
hombre; la segunda, altruismo-egoísmo, es más descriptiva y apunta al
beneficiario de la acción.
Entre
esos dos polos actúan los personajes de esta historia. Antonio Rey nos cuenta
sus vivencias entre los Yanomami, adonde ha ido a ocultarse huyendo de su
conducta. Allí conocerá el amor, el odio, la envidia, la prepotencia, la
avaricia, el dolor, la felicidad; en pocas palabras, todo aquello que nos hace
hombres, para concluir que no hay tanta diferencia entre el mundo que dejó
atrás y este otro de cruel salvajismo.
Aunque
por momentos, sobre todo al principio, trabe la lectura, la utilización de
vocablos yanomami ha sido inevitable. Anticipemos que todos ellos están
acentuados en la última sílaba, por lo que la tilde se hace innecesaria.
Un
escritor es la suma de escritores que ha leído. No me disgustaría si en estas
páginas el lector vislumbrara la presencia de Borges, Conrad, Stevenson, Hardy,
Buzzatti, o el mismo Alain Fournier; sin olvidar a los más científicos: Pinker,
Dawkin, Lorenz, Monod, Damasio, Rubia.
No
espero que este libro guste al lector; sí, que lo entretenga.
Diego A. Nieto Marcó
...every man is desirous of what is good for him, and
shuns what is evil.... and this he doth, by a certain
impulsion of nature,...
Thomas Hobbes
...every man is desirous of what is good for him, and
shuns what is evil.... and this he doth, by a certain
impulsion of nature,...
Thomas Hobbes
CUADERNO
I
ESTACIÓN
DE LLUVIAS
1
Me agazapé entre la
espesura y espié como solo puede hacerlo un perseguido: el calvero, parches de
tierra y pastos pisoteados, y detrás el shabono,
del que subían tres espirales de humo; y detrás aún más selva, toda la selva.
Ni una brizna se movía. Pensé en esos hombres que no eran como yo, que no
conocían un hombre como yo. Pero no me quedaba otra carta. Verifiqué la
escopeta, tragué saliva y salí al sol de muerte.
Avancé cauto. El
polvo y los pastos amortiguaban mis pisadas. Una gota de sudor me escoció en un
ojo: me restregué con un dedo, que rápido devolví al gatillo. Amartillé. A cada
paso al descubierto parecía que el descampado se alargaba un paso más. Me
detuve, acomodé el sombrero, fijé la vista en la entrada y avivé la marcha.
Me paró un olor que
era múltiples olores: a humo, a carne quemada, a fruta rancia, a heces; olor a
humano. Sentí náuseas, que contuvo el miedo.
Apreté unos trancos
y quedé en suspenso: la plaza estaba desierta; los fuegos, desatendidos; un
cráneo de tapir adornaba un poste; unas gallinas picoteaban aquí y allá; y bajo
el techo sólo penumbra. Aspiré hondo y entré hasta el centro del recinto. Tres
perros a los que se podía contar las costillas me ladraron desde lejos.
En los fondos de la
penumbra distinguí unos bultos. Se movían despacio, o no se movían. Uno de
ellos fue tomando forma hasta que salió a la luz y se hizo hombre, el pene
atado hacia arriba con un hilo alrededor de la cintura, una cola de mono
alrededor de la cabeza. Estaba desarmado. Ni se movió ni habló, pero como a una
orden suya surgieron otros hombres, y sus arcos y sus flechas. Ojeé a un lado y
a otro, me giré. Me habían rodeado. La desnudez aumentaba la amenaza de las
armas. Ensayé una sonrisa y a modo de saludo alcé una mano que no quería
alzarse. A mi derecha lloró un niño; me volví, me saqué el sombrero, incliné la
cabeza. Ni una palabra ni un gesto me respondieron; sólo miradas. Hasta que
estalló un grito y detrás cientos. Empecé a arrepentirme de estar
allí, de haber varado la lancha tan lejos, de tener una sola escopeta y sólo
dos manos. El griterío cedió y quedó un murmullo que comenzó a cerrarse sobre
mí. Se paró a una decena de metros, todo ojos, puntas de flechas. Tragué
saliva, sonreí como pude, repetí el saludo.
Un hombre de
movimientos simiescos y mocos que le colgaban hasta la boca se impuso a la
turba. No entendí su lengua, pero sí la dureza de sus gestos. Hubo otro grito,
y luego un zumbido que crecía y un golpeteo de flechas contra arcos. Observé
los rostros de plumas o patas de pájaro en las orejas: retrocedí unos pasos.
Zumbido y golpeteo cesaron. Las manos montaron las flechas; me supe, y me
sentí, mortal. El tiempo se detuvo; esperé sin saber que esperaba.
De entre el tumulto
se abrió paso el hombre desarmado. Me examinó con desprecio de arriba abajo y
puso en la mía una mirada que no temblaba. Alzó un brazo y con él la voz. No entendí
ni palabra. Hizo entonces un ademán con la mano; simulé no comprender. Repitió
el gesto, esta vez extendiendo un brazo inapelable. Me echaba. Cuando ya había
andado unos pasos en dirección a la salida, me alcanzó y a zancadas me guio
fuera del recinto.
Cruzamos el
descampado caliente y la plantación elemental; anduvimos una senda y se paró en
un claro. Gritó en su lengua, revolvió los ojos, agitó manos y brazos: me autorizaba,
o conminaba, a quedarme allí. Dejé mochila y escopeta en el suelo y repetí mi
sonrisa. Un tucán gorjeó y percibí el silencio; el hombre también. Se llevó la
mano al pecho y con claridad pronunció la primera palabra que aprendí a orillas
del Bahana: “Kaotawë”; en el gesto comprendí su nombre. Con claridad dije el
mío, Toni, que repitió y repitió a la vez que forzaba una risa que semejaba un
relincho.
Desde entonces
habrán pasado casi dos años y ésta en que empiezo a escribir estos cuadernos es
mi segunda estación de lluvias en esta tierra. En el lugar que me indicó
Kaotawë, no sin esfuerzo y espoleado por la voluntad de vivir, construí mi
choza, palos, ramas y una puerta de cañas; Rutema, su mujer, me enseñó a
entrelazar las palmas que conforman el techo. Por necesidad vivo cerca de
ellos, que me hacen sentir normal. He aprendido su lengua; y a comer como
ellos, y a preparar los frutos y las carnes que da la selva; a pedir, a
recibir, a dar; y sobre todo a sobrevivir, incluso del jaguar y de la aroami. Me sostiene la fe
en que jamás me hallarán los que me persiguen: este rincón del mundo que llaman
Kakuruwë-teri, a orillas de un río
que llaman Bahana, remontando otro río que ellos llaman Mahekodo y nosotros Orinoco, está mucho más allá de las ciudades y
sus ferrocarriles, de las terminales aéreas y sus aduanas, de los puertos y sus
mares, de las selvas, las montañas, los ríos: porque está mucho más allá de
nuestra imaginación. Esta fe se ha consolidado con los años: ni las autoridades
españolas ni las venezolanas, ni ningún hermano enfurecido, han venido jamás a
buscarme, ni vendrán.
2
La lluvia sisea
sobre la techumbre de esta choza a la que me he acostumbrado a fuerza de
habitarla, aunque no por ello logro obviar su rusticidad: una hamaca que canjeé
por un machete que hizo dichoso a un hombre, una mesa que fabriqué ya
desvencijada para distraer el tedio y mitigar el exilio, un taburete no más
firme con idéntico fin, una rama-perchero en la que reservo ropa con la
esperanza del regreso, una leñera en un rincón, un estante para velas adosado
con bejuco a una pared, una cacerola y un par de vasijas junto al fogón; el
motor de la lancha cubierto con una lona, unas latas de gasolina, la escopeta
siempre a mano, la reserva de munición a resguardo de la lluvia o de manos
atrevidas.
Por la puerta veo la tierra que lenta se
satura, y más allá la selva. Hace poco por allí mataron un jaguar que no
soltaba a su presa; antes de morir el animal mascó las carnes de la vieja que
había salido del shabono a orinar.
Mujer y animal murieron abrazados como dos amantes abominables.
Me acomodo en el
taburete que rechina, y sobre la mesa que también rechina escribo esto, que
puede ser un diario, un relato, una confesión. Lo hago con el mismo ánimo con
que podría dibujar palmeras árticas o elefantes que comen espárragos, o sea por
ocupar las horas, que en esta época del año, la de lluvias, son demasiadas para
estar con uno mismo. Tengo el convencimiento de escribir para el olvido, o para
un lector que nunca me encontrará.
No olvido que soy, o
fui, profesor de filosofía en un instituto de la provincia de Huelva; que de
niño odié las monterías a las que me obligaba mi padre y ansié una moto, que de
joven compré; que enterré a ese único padre que tuve y al único perro que jamás
amaré; que quise a mi madre y deseé a una amiga suya; que admiré a un tío
alegre y mujeriego y una noche de feria admiré más que un sobrino a mi tía
Clara, que se contoneaba en su faralá
y me dijo cuatro cosas por algo que le hice; que me enfrenté a dos oposiciones:
una para entrar en el funcionariado y otra para escapar del garrote; que nunca
he querido hacer daño y siento que no lo he hecho; que he tenido miedo, más que
al castigo a la incomprensión.
Soy Antonio Rey, me
digo, y he matado. El nombre se me impuso en el mismo instante de nacer; el
acto, vaya uno a saber por qué vericuetos de sangre y generaciones llegó hasta
mis manos. No me arrepiento de mis hechos, simplemente porque no puedo
arrepentirme de lo que la vida hace a través de mí. Soy el que soy, como dijo
Dios y podemos decir todos.
Se me puede quitar
la vida, no se me puede quitar a Antonio Rey.
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